No era la primera vez que le decían que caía mal, tampoco que tenía problemas para tratar con las personas. Pero de todas esas veces, jamás se sintió tan cactus.
Escuchaba cómo las palabras atentaban sobre ella, como misiles que disparadas desde la boca de Alicia llenaban de pólvora todo su cuerpo, y aunque con media soberbia sonrisa pretendía mantener el control, de cada agujero que hacían las balas, corría veneno. Todo ese veneno que estaba al descubierto y que no hacía más daño que a ella.
Su mente dejo de recibir las señales del exterior, todos los agravios que tenia en la garganta volvieron por donde habían ido, y las pocas voces que una vez le dijeron que no estaba sola, no tenían la suficiente intensidad para llegar a ese lugar desde donde ahora veía pasar su anterior vida. Un ir y venir de momentos disconformes, de encontrar siempre la paja en el ojo ajeno, de exigir la perfección, la adaptación, de creer que todos son pasajeros en el tren de su vida.
Tenía alma de veleta, y eso la volvía verdaderamente loca. Sentía un profundo desprecio por las personas que maltrataban a sus afectos más cercanos por meras cuestiones hormonales. Despreciaba ser así. Y era justamente lo que más la irritaba, (porque a todos les duele bajar de un pedestal a su imagen y ver con crudeza quien es realmente la persona que son).
No era novedad para ella, que en suma ya era un cactus, derramaba veneno, y se sentía sola.
En ese momento cualquier precio le hubiese parecido bueno a cambio de un poco de paz. Quería paz, ya no quería ser el centro de atención, por el que lucho tantos años.
No es raro que no pueda dar amor, si nunca pudo pedirlo. Estaba otra vez, como tantas veces escuchando otra de las clases sobre moral, de las que todo el mundo parecía estar capacitado para dar.
Miraba cómo se movían los labios de Alicia, pero no escuchaba nada, eran gestos en cámara lenta, aunque podía adivinar siempre la siguiente palabra. Que paciencia, que respeto, que modales, que esto y que aquello. Un discurso lineal y sangriento, del mismo modelo que el de un mártir. Y si bien su consciente le dictaba qué debía responder, su lengua no cooperaba.
De todo aquello que sentía roto, y de esa facilidad para llorar que siempre la arrastraba cuando tenía que enfrentarse a algo, no apareció nada. Y la lucidez, que había brillado por su ausencia en la disputa, se presentó a enumerarle los cambios que serían necesarios para que esa fuera la última vez. Limitar los insultos, ser en lo posible más condescendiente, olvidar su trato grosero, cultivar la tolerancia.
El cerebro envió todas las órdenes necesarias, su epifania sería revelada, su boca comenzo a abrirse:
- Mierda, que manera de escuchar pavadas.